Pero sí que es difícil dejar ir.
- Catalina Brand Gómez
- 4 jul 2020
- 3 Min. de lectura
Cuando tengo que traer a la muerte a mis letras es casi imposible no traer con ella un montón de dolor y melancolía. La muerte es uno de los sucesos que más atormentan nuestra existencia, el no saber cuándo ni cómo, el saber que nuestra familia y amigos no serán eternos, que algún día todos se tendrán que ir, de cierta manera agobia nuestras mentes.
Perder a alguien es de los dolores que no se pueden comprender hasta que te toca a ti mismo experimentarlo. Mi primera experiencia con mi amiga la muerte fue con uno de mis mejores amigos, Sebastián entrenaba bicicróss conmigo, llevábamos ya unos tres años y medio de amistad formada gracias al deporte que nos movía el corazón. Cuando supe la noticia, el dolor que tenía no podía compararlo con ningún otro que hubiese experimentado en mis cortos 17 años, un amigo con el que me reía y con el que compartía mi día a día ya no estaba, parece de mentiras, hasta el día de hoy siento que sigue aquí conmigo, solo se fue de viaje, muy lejos y sin retorno.
Mi segunda y creo que más dolorosa experiencia con la muerte fue la de mi abuela Inés en 2018. Inesita, mi abuela materna, murió a sus 67 años de vida recién cumplidos, bien vividos, eso sí. Mi abuela vivió conmigo desde que tenía unos siete u ocho años de vida, estuvo en toda mi pre adolescencia y adolescencia mimándome como sólo ella sabía hacerlo, estuvo conmigo mi primer año universitario y su último año de vida. Decidió vivirlo conmigo y con mi hermana en la ciudad, dejando a mi madre en Urabá porque “nosotras la necesitábamos más”. Cuando Inés murió, claramente tuve que empezar a hacer muchas cosas por mí sola, éramos dos hermanitas, una de 18 la otra de 20 enfrentando el mundo en una ciudad que no era la de ellas. Hasta el sol de hoy la sigo recordando en canciones, programas de televisión y libros, incluso en esos días en los que me levanto inspirada para cocinar y termino haciendo un platillo que se me parece muy poco al sabor que ella le daba pero que igual sé que estaría orgullosa de verme explotar la herencia culinaria que me dejó.
El inicio de este año 2020 tampoco se puede quedar atrás porque trajo consigo la primera muerte de mi familia paterna (la del tío Hernán). Pompy era uno de los personajes más alegres y peculiares que teníamos, que hacía un sancocho de gallina que no podías comparar con ningún otro, el tío más sollado y reggaetonero que ahora nos cuida desde el lugar donde esté descansando. También nos trajo la muerte de la abuela Consuelo, con una diferencia de cinco días nada más; Chelito como le decíamos de cariño, era un alma de Dios, siempre con una sonrisa y sus blusas elegantes de flores, sacando los comentarios más inesperados cuando conversabas con ella. El 5 de enero nuestros corazones Brand Pardo estaban devastados, aún se siente la ausencia que dejaron en el mundo terrenal, pero cabe decir que también los llevamos en nuestros pensamientos, en nuestras oraciones y en nuestros corazones.
La muerte sólo la puedo definir como un dolor que no quisiera que nadie experimentara pero que lastimosamente, por el ciclo de la vida, todos tendremos que pasar por allí en algún momento de nuestras vidas.
La muerte nos arrebata personas que amamos, y muchas veces no parece justa, con lo cual sólo puedo encontrar veracidad porque muchas veces no lo es. Lo importante de toda esta experiencia desconsoladora es no olvidar. Me permito citar a Canserbero en su canción El primer trago “No se muere quien se va, sólo se muere el que se olvida”. Siempre que los tengas presentes ellos seguirán tan vivos como cuando hacían parte del plano físico que tiene la vida. Está bien recordarlos con tristeza, con amor, con melancolía, con impotencia, con felicidad o con cualquier sentimiento que te produzca su recuerdo, eso significa que no los olvidas. Aunque no podamos verlos, ni tocarlos, se quedan con nosotros para siempre porque viven en recuerdos inmortalizados, hasta el día de nuestra propia muerte.
-Catalina.
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